Autor: Editorial de Felipe Pigna, revista Caras y Caretas, abril de 2007.
Se cumplen 25 años del comienzo del fin de la dictadura militar. Un gobierno decadente y asesino lanzaba su última aventura con la aparente venia de sus jefes del Norte. Galtieri había recibido sonados elogios de su colega Reagan y su secretario de Estado, Mister Haig, había sido tan ambiguo con
Algunos recordaron entonces la famosa frase de John Foster Dulles, secretario de Estado del presidente Eisenhower: “los Estados Unidos no tienen amigos tienen intereses”.
La alianza anglo-yanqui tenía además, particularmente en el tema Malvinas, notorios antecedentes entre nosotros. A mediados de 1829 el breve gobierno de Lavalle alcanzó a crear la comandancia política y militar de Soledad y designó a su frente al comerciante franco-alemán Luis Vernet.
Por la zona pasaban constantemente barcos balleneros que hacían estragos con los valiosos ejemplares de cetáceos. En octubre de 1829, el gobierno de Viamonte prohibió la pesca y captura de ballenas sin ningún resultado positivo, porque Vernet no tenía barcos ni elementos para hacer cumplir la reglamentación. En 1831, Rosas dejó sin efecto la prohibición y la reemplazó por un impuesto a los buques pesqueros. Pero los capitanes de los balleneros, viejos lobos de mar, pasaban de largo por Puerto Soledad y no pagaban un centavo.
Ante esta situación que se fue agravando y ante el incremento de la pesca y la caza indiscriminada, Vernet resolvió apresar a tres balleneros de bandera norteamericana que sin permiso estaban cargando pieles de foca.
Los yanquis no se iban a quedar tranquilos y el 28 de diciembre, día de los inocentes, del año 1831, el capitán Silas Duncan, de la fragata estadounidense Lexington, desembarcó en Puerto Soledad, atacó sus instalaciones, destrozó la artillería, quemó la pólvora y tomó prisioneros a seis oficiales argentinos.
El gobierno de Buenos Aires reaccionó enérgicamente y Rosas le pidió al ministro Maza que presentara una protesta formal ante Washington. El cónsul yanqui, Slacum y el encargado de negocios Bayles fueron declarados personas no gratas y expulsados del país. Pero antes de partir, los agentes le “avisaron” al ministro inglés que los Estados Unidos sólo pretendían permisos de pesca y que las islas estaban desguarnecidas y muy fáciles de tomar, invitando a los hijos de Su Graciosa Majestad a invadir las islas.
Ante tan grato convite, los británicos se dieron a la tarea de usurpar las islas. El 2 de enero de 1833 se presentó en Malvinas la corbeta inglesa Clio cuyo comandante, el capitán John James Onslow, comunicó en perfecto estilo inglés al gobernador provisorio, Pinedo, que tenía órdenes de izar el pabellón de Su Graciosa Majestad el Rey Guillermo IV y expulsar a las tropas argentinas. Pinedo, viendo que no podía hacer nada, regresó con su gente a Buenos Aires.
El 15 de enero el ministro de Relaciones Exteriores de Buenos Aires, Maza, reclamó por el atropello ante el ministro inglés, Philip Gore. No hubo de parte de Londres siquiera una flemática respuesta.
Desconociendo la historia, barriendo con los avances diplomáticos, logrados sobre todo durante el gobierno del doctor Arturo Illia, la megalomanía de los uniformados y civiles que ocupaban militarmente la Argentina desde 1976 los llevó en abril de 1982, apurados por la explosión de la protesta social, a poner en marcha con total improvisación el ataque a Malvinas. La historia que sigue es conocida y dolorosa. Hace exactamente un año estuvimos con un equipo de Caras y Caretas en las islas y publicamos entonces un número especial. Insistimos, volvemos a hablar de Malvinas, porque nos duele, porque no cabe ninguna duda de los legítimos derechos que nos asisten, como no cabe ninguna duda que hemos aprendido que ninguna decisión de una dictadura asesina y antinacional pude ser favorable a la nación y al pueblo, porque su misma condición es antinacional y antipopular. Vaya pues nuestro sentido homenaje a todos los que dejaron su vida en Malvinas por una causa claramente justa, comandados, desde los cómodos y calefaccionados despachos de Buenos Aires, por los más ineptos e injustos servidores del Imperio que hoy luce orgulloso la base más austral de la alianza financiera-militar más poderosa que recuerde la historia que no trepida en lanzar “guerras preventivas” contra pueblos desprevenidos.
Felipe Pigna.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
Un gobierno decadente y asesino lanzaba su última aventura con la aparente venia de sus jefes del Norte.
Algunos recordaron entonces la famosa frase de John Foster Dulles, secretario de Estado del presidente Eisenhower: “los Estados Unidos no tienen amigos tienen intereses”.
La alianza anglo-yanqui tenía además, particularmente en el tema Malvinas, notorios antecedentes entre nosotros. A mediados de 1829 el breve gobierno de Lavalle alcanzó a crear la comandancia política y militar de Soledad y designó a su frente al comerciante franco-alemán Luis Vernet.
Por la zona pasaban constantemente barcos balleneros que hacían estragos con los valiosos ejemplares de cetáceos. En octubre de 1829, el gobierno de Viamonte prohibió la pesca y captura de ballenas sin ningún resultado positivo, porque Vernet no tenía barcos ni elementos para hacer cumplir la reglamentación. En 1831, Rosas dejó sin efecto la prohibición y la reemplazó por un impuesto a los buques pesqueros. Pero los capitanes de los balleneros, viejos lobos de mar, pasaban de largo por Puerto Soledad y no pagaban un centavo.
Ante esta situación que se fue agravando y ante el incremento de la pesca y la caza indiscriminada, Vernet resolvió apresar a tres balleneros de bandera norteamericana que sin permiso estaban cargando pieles de foca.
Los yanquis no se iban a quedar tranquilos y el 28 de diciembre, día de los inocentes, del año 1831, el capitán Silas Duncan, de la fragata estadounidense Lexington, desembarcó en Puerto Soledad, atacó sus instalaciones, destrozó la artillería, quemó la pólvora y tomó prisioneros a seis oficiales argentinos.
El gobierno de Buenos Aires reaccionó enérgicamente y Rosas le pidió al ministro Maza que presentara una protesta formal ante Washington. El cónsul yanqui, Slacum y el encargado de negocios Bayles fueron declarados personas no gratas y expulsados del país. Pero antes de partir, los agentes le “avisaron” al ministro inglés que los Estados Unidos sólo pretendían permisos de pesca y que las islas estaban desguarnecidas y muy fáciles de tomar, invitando a los hijos de Su Graciosa Majestad a invadir las islas.
Ante tan grato convite, los británicos se dieron a la tarea de usurpar las islas. El 2 de enero de 1833 se presentó en Malvinas la corbeta inglesa Clio cuyo comandante, el capitán John James Onslow, comunicó en perfecto estilo inglés al gobernador provisorio, Pinedo, que tenía órdenes de izar el pabellón de Su Graciosa Majestad el Rey Guillermo IV y expulsar a las tropas argentinas. Pinedo, viendo que no podía hacer nada, regresó con su gente a Buenos Aires.
El 15 de enero el ministro de Relaciones Exteriores de Buenos Aires, Maza, reclamó por el atropello ante el ministro inglés, Philip Gore. No hubo de parte de Londres siquiera una flemática respuesta.
Desconociendo la historia, barriendo con los avances diplomáticos, logrados sobre todo durante el gobierno del doctor Arturo Illia, la megalomanía de los uniformados y civiles que ocupaban militarmente la Argentina desde 1976 los llevó en abril de 1982, apurados por la explosión de la protesta social, a poner en marcha con total improvisación el ataque a Malvinas. La historia que sigue es conocida y dolorosa. Hace exactamente un año estuvimos con un equipo de Caras y Caretas en las islas y publicamos entonces un número especial. Insistimos, volvemos a hablar de Malvinas, porque nos duele, porque no cabe ninguna duda de los legítimos derechos que nos asisten, como no cabe ninguna duda que hemos aprendido que ninguna decisión de una dictadura asesina y antinacional pude ser favorable a la nación y al pueblo, porque su misma condición es antinacional y antipopular. Vaya pues nuestro sentido homenaje a todos los que dejaron su vida en Malvinas por una causa claramente justa, comandados, desde los cómodos y calefaccionados despachos de Buenos Aires, por los más ineptos e injustos servidores del Imperio que hoy luce orgulloso la base más austral de la alianza financiera-militar más poderosa que recuerde la historia que no trepida en lanzar “guerras preventivas” contra pueblos desprevenidos.
Felipe Pigna.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar